domingo, 10 de agosto de 2008

Todas las acusaciones son ciertas


Por Eduardo Luis Duhalde (Secretario de Derechos Humanos de la Nación)


En la audiencia del viernes pasado ante el tribunal que lo juzga, Antonio Bussi reivindicó con orgullo su acción durante la dictadura, en la que escribió las páginas más negras y sangrientas de la historia tucumana. Pero fue más allá de eso, y de llorar acongojado por la pérdida del poder que detentó durante largo tiempo. En lo que se supone que es su defensa –una baladronada del ex dueño de vidas y muertes– hizo una serie de afirmaciones que es bueno subrayar. Sus dichos prueban, una vez más, que todo, absolutamente todo lo que durante treinta años dijeron las víctimas sobrevivientes, los familiares y los organismos de derechos humanos sobre el terrorismo de Estado en el país, es absolutamente cierto. El Hitler de Yerba Buena aportó fuertes elementos corroborantes, no porque no se supieran, sino por provenir de la propia boca de uno de los grandes criminales. Reconoció así:


1. Que la represión ilegal era sistemática, que funcionaba a través de los mandos jerárquicos, que el horror no era improvisado. Así, dijo que en el caso de Vargas Aignasse recibió del III Cuerpo de Ejército la orden “pormenorizada en su más mínimos detalles, y que no daba lugar a ningún tipo de excepciones, sobre la forma en que debía procederse”. Claro está que esto no lo exime de su propia responsabilidad criminal.


2. Que en su supuesta “guerra” no regía ningún tipo de legalidad, ni siquiera la del derecho internacional humanitario, aplicable en guerras verdaderas. Alegó que durante esos años “no había tiempo para cumplir con los requisitos legales”. “En la guerra no hay allanamientos, ni tampoco órdenes previas. Hay golpes de mano sobre supuestas trincheras o guaridas de subversivos descubiertas como pretendidos domicilios particulares.” “Si se detectaba en la calle a alguien que tenía conocimiento de algo, se lo capturaba –no se lo detenía– sin orden judicial, porque era un estado de guerra completo, total.”


3. Que existieron centenares de centros clandestinos de detención y exterminio: “Había cientos de centros; operaban más de 20 en Tucumán y cada fuerza de tarea montaba su propio lugar de detención de personas para la simple identificación de los antecedentes de las personas sospechosas o sorprendidas en su colaboración con el accionar subversivo”, aseveró el represor. El Archivo Nacional de la Memora tiene detectados más de 530 en todo el país y alrededor de 35 en Tucumán. Bussi lo corrobora.


4. La tortura y los tratos crueles y aberrantes de los hombres y mujeres que cayeron en sus garras las admitió elípticamente: explicó en relación con los centros de detención que “equipos especiales, remitidos periódicamente por el comandante en jefe del Ejército, hacían los interrogatorios de práctica”.


5. Con su lenguaje cuartelero, confesó el asesinato de los prisioneros al señalar que “la figura del desaparecido es un arbitrio del accionar psicológico de la subversión para disimular sus bajas en combate”. El silogismo es casi perfecto. Si él dice que estaba en guerra y que era legítimo capturar a sus futuras víctimas al margen de la ley, a sus asesinatos –muchos con su propia mano aplicando la pistola en la nuca de prisioneros maniatados– los denomina “bajas en combate”. Pero por sobre su conceptualización hipócrita, emerge el horror de la muerte como resultado querido, fría y alevosamente provocado.


6. Admitió, a pregunta del fiscal, que “las fuerzas rotaban cada 45 días y operaban en distintos lugares utilizando diferentes infraestructuras, generalmente públicas (comisarías, escuelas, etcétera), para la interrogación previa de personas detenidas”. El sistema de “rotativos” es el que involucró a la mayoría de los oficiales de las tres FF.AA. en crímenes y torturas. El pacto de silencio de hoy se basa en el pacto de sangre de ayer.


Seguramente un análisis más decantado encontrará otros aspectos que subrayar de los dichos de este criminal, que montó en el Arsenal Miguel de Azcuénaga, en las puertas de la ciudad de Tucumán, una réplica con ribetes escenográficos de los campos de concentración nazi, con doble alambrado con un espacio al medio con guardias y perros adiestrados para matar, con torretas de vigilancia, salas de tortura y barracones para hacinar a los prisioneros en condiciones infrahumanas.

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